viernes, 13 de agosto de 2010

Madurez

En cuanto hubiera cruzado aquel umbral oscuro, cuyo fondo era habitado por los llantos de sus sueños no cumplidos, había dejado de ser un niño para convertirse en un adulto.
Miró hacia ambos lados de esa calle hecha de niebla, sin saber muy bien si cruzarla, en cuanto lo hiciera dejaría atrás todos los sentimientos puros, esos sentimientos que salen sin niguna convicción, sin ninguna influencia, esos pensamientos indeterminados, esa verdadera felicidad.
Entonces se giró, sus ojos verdes, brillantes, intensos, ahora se fijaban en todo lo que había dejado atrás, su primera frustración, sus primeras zapatillas, su primer amor de sabor a melocotón.
Miró un poco más lejos, pero la oscuridad tapaba muchas cosas, consiguió llegar hasta aquel verano, donde tuvo su primer enojo con un amigo, donde su bañador se destiñó de lo tanto que se metió en la pileta, donde se quemó de tanto estar al sol.
Algunas gotitas empezaron a cubrir sus mofletes, el no quería, pero casi auomáticamente, empujado por una fuerza invisible a sus ojos, fue cruzando la niebla, le pesaban los pies, y cada pisada era un llanto más fuerte y largo que tendría al llegar a la otra mitad de aquel inmenso umbral, llegó al umbral, destrozado, cansado, y con todos los llantos impregnados en sus ojos, intentó mirar a lo lejos y lo único que vió fueron recuerdos.

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