jueves, 5 de enero de 2012

Camino hacia un hospital


Ojalá me fuese posible decir cuan grandiosa es la verdad  y cuanta felicidad trae en su conocimiento, pero no puedo evitar comentar que el problema de ésta traicionera realidad es, y será, indiscutiblemente cierta. Si buscáis leer un cuento fantástico sobre un hada feliz, todavía estáis a tiempo de tornar la hoja y distraeros con otro tema, pues éste no es un cuento feliz y lamentablemente, es verdad.
En Salamanca, a la vera de 2 catedrales y el terriblemente cotidiano frío invernal, surge nuestra historia. Para aquél que no conozca la ciudad no desesperéis, pues yo, como escritor comprometido con su lector, me encargaré de que tengáis una escena típica de la eterna ciudad.
En una gran plaza, vecina de su catedral  más joven, con un tono grisáceo tintando el suelo y paredes de los edificios y un débil pero insistente sol, el señor Jorge Cervantes Adansa, con un ritmo lento y articulado, pasea por las recién despiertas calles charras. Lleva varios años paseando por la Rúa, la Plaza de Anaya y otras tantas calles inmortales. Ni siquiera el frío ha impedido que disfrute de las catedrales, de las gentes y de, sobretodo, su soledad.
Hoy decidió llevar un abrigo más grueso, uno de los pocos que había heredado de su padre, un hombre poco importante pero trabajador.
Mientras cruzaba la facultad de filología, ahora de nuevo rebosante de alumnos dispuestos (y no tan dispuestos), mirando esa fabulosa piedra de villamayor, recordaba como en un tiempo él quiso estudiar hispánicas  y de como el anterior dueño de su abrigo se lo había prohibido.
El frío de aquella mañana era seco e intenso, tanto que notaba como sus arrugados mofletes se congelaban. Se apretó la bufanda y dio la vuelta por la plaza, dirigiéndose hacia la Biblioteca.
Aquella mañana debía dirigirse al hospital universitario, para cumplir con su nueva rutina diaria. Hacía ya 4 años que le habían diagnosticado un problema del corazón. Básicamente, tal y como se lo habían explicado, era que su corazón ya estaba desgastado. Otro regalo que su padre le había legado.
Hacía 4 años que estaba en la lista de espera para un trasplante de corazón.
Caminaba ya en frente de la Purísima cuando miró con temor a la imponente cuesta.
A medida que subía, ya sin fijarse en nada más que en el frente, recordaba como en su juventud había ido y venido por esa cuesta. Allí había sido, en el parque de al lado, donde había conocido a su mujer.
Su mujer, una señorita pelirroja con cierto gusto por la piña colada llamada Manuela Sánchez Rioja, había sido una joven de la alta sociedad a la que no le gustaba su realidad. Harta de su vida de ensueño se embarcó en una aventura con Jorge Cervantes en la enorme y caótica Madrid.
Jorge no era de grandes ciudades. Los hombres simples como él adoran la rutina y en Madrid, todo siempre estaba cambiando.
Manuela, al cumplir los 60 años, empezó a caer en una extraña enfermedad degenerativa, alzeimar o algo así, recordaba Jorge. Su esposa olvidaba días enteros, antiguos ritos y demás compromisos. Fue entonces cuando, poco a poco, fue descuidándose.
Jorge decidió volver a Salamanca con ella, pensaba que la ciudad la curaría.
Manuela Murió a los 67 años de edad, cuando Jorge tenía 70.
Jorge tuvo que sentarse en uno de los bancos. Tenía la cara congestionada y la mano en el pecho, con una respiración áspera y arrastrada. El frío no era bueno.
Se preguntaba porque debía sufrir aquello cuando podría estar en su casa, saliendo cuando tuviera ganas y no por obligación. Recordaba que los médicos, en un principio, le habían dicho que su corazón mejoraría si llevaba una dieta determinada y recibía sangre de un donante.
La dieta nunca fue un problema, pero los donantes empezaron a escasear y acabaron por desaparecer. Los doctores lo excusaron con que tenía un grupo sanguíneo poco común, pero él no entendía de esas cosas.
Ya estaba llegando a la calle del colegio Maristas, donde al bajar llegaría directamente al hospital. Era, muy alentadoramente, una cuesta que bajar bastante reconfortante.
El viento en esta zona se intensificaba.” Será por el río”, pensaba Jorge. Él escuchaba un rumor que atravesaba las rejas del colegio, un sonido que estaba acompañado por el mecer de las hojas.
Le pareció una eternidad el momento entre el dolor en un costado y la caída al suelo duro y frío.
Poco a poco fue tornando los ojos, viendo como sombras se acercaban entre murmullos hacia él, siempre traídas con el viento.
Jorge Adansa tenía 74 años.

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